Narciso de Manuel Mujica Laínez y Las Sirenas de Azorín

John William Waterhouse

Hace poco leía una entrevista a Fernando Vallejo (La Virgen de los Sicarios, La puta de Babilonia) un escritor que nunca ha sido santo de mi devoción que sin embargo destaca siempre por sus declaraciones escandalosas y a veces fuera de lugar. En esta entrevista (link) se dedica a vilipendiar a los grandes de la literatura iberoamericana, desde el mismísimo Cervantes hasta Cortázar, rezando del siguiente modo:

  • ‘Cortázar y Bolaño, que no sabían escribir’;
  • Borges es un prosista menor. Y como poeta no existe. Es puro sonsonete. La,la,lá… la,la,lá… la,la,lá’;
  • ‘García Márquez, que tiene una prosa pobrísima y sin gracia’;
  • ‘Cervantes era un pésimo prosista, que Borges no conocía los recursos literarios y que, salvo Mujica Láinez y Azorín, casi no hay nadie que se salve.’

Precisamente por esta última frase fue que presté atención a las sonsonidades de Vallejo, que bien está decir, estoy un poco de acuerdo con su opinión del estilo poético de Borges, pero a él le perdonamos todo, de la prosa de grandes como Cervantes y Cortázar está de más opinar porque ellos crearon un estilo propio por encima de las reglas establecidas en la literatura. Pero fueron los nombres de Mujica y Azorín los que me llamaron la atención, Vallejo incluso llega a decir que «Manucho» (Mujica), el mejor escritor en lengua española de los últimos mil años. Argumentos tan fuertes no podemos dejar pasar, debo admitir que de Mujica (Argentina, 1910-1984) no había leído ni una línea y que de Azorín (España, 1873-1967) solo sabía que formó parte de la Generación del 98 y fue él quien los bautizó así. Así que con estos dos cuentos empieza mi aventura en el descubrimiento de dos «nuevos» autores que, por supuesto, no puedo dejar de compartir con ustedes. A leer y a juzgar las opiniones de Vallejo: 

Narciso, Manuel Mujica Laínez

Manuel Mujica Laínez

Si salía, encerraba a los gatos. Los buscaba, debajo de los muebles, en la ondulación de los cortinajes, detrás de los libros, y los llevaba en brazos, uno a uno, a su dormitorio. Allí se acomodaban sobre el sofá de felpa raída, hasta su regreso. Eran cuatro, cinco, seis, según los años, según se deshiciera de las crías, pero todos semejantes, grises y rayados y de un negro negrísimo. Serafín no los dejaba en la salita que completaba, con un baño minúsculo, su exiguo departamento, en aquella vieja casa convertida, tras mil zurcidos y parches, en inquilinato mezquino, por temor de que la gatería trepase a la cómoda encima de la cual el espejo ensanchaba su soberbia. Aquel heredado espejo constituía el solo lujo del ocupante. Era muy grande, con el marco dorado, enrulado, isabelino. Frente a él, cuando regresaba de la oficina, transcurría la mayor parte del tiempo de Serafín. Se sentaba a cierta distancia de la cómoda y contemplaba largamente, siempre en la misma actitud, la imagen que el marco ilustre le ofrecía: la de un muchacho de expresión misteriosa e innegable hermosura, que desde allí, la mano izquierda abierta como una flor en  la solapa, lo miraba a él, fijos los ojos del uno en los del otro. Entonces los gatos cruzaban el vano del dormitorio y lo rodeaban en silencio. Sabían que para permanecer en la sala debían hacerse olvidar, que no debían perturbar el examen meditabundo del solitario, y, aterciopelados, fantasmales, se echaban en torno del contemplador.
Las distracciones que antes debiera a la lectura y a la música propuesta por un antiguo fonógrafo habían terminado por dejar su sitio al único placer de la observación frente al espejo. Serafín se desquitaba así de las obligaciones tristes que le imponían las circunstancias. Nada, ni el libro más admirable, ni la melodía más sutil, podría procurarle la paz, la felicidad que adeudaba a la imagen del espejo. Volvía cansado, desilusionado, herido, a su íntimo refugio, y la pureza de aquel rostro, de aquella mano puesta en la solapa, le infundía nueva vitalidad. Pero no aplicaba el vigor que al espejo debía a ningún esfuerzo práctico. Ya casi no limpiaba las habitaciones, y la mugre se atascaba en el piso, en los muebles, en los muros, alrededor de la cama siempre deshecha. Apenas comía. Traía para los gatos, exclusivos partícipes de su clausura, unos trozos de carne, cuyos restos contribuían al desorden, y si los vecinos se quejaban del hedor que manaba de su departamento, se limitaba a encogerse de hombros, porque Serafín no lo percibía; Serafín no otorgaba importancia a nada que no fuese su espejo. Éste sí resplandecía, triunfal, en medio de la desolación y la acumulada basura. Brillaba su marco, y la imagen del muchacho hermoso parecía iluminada desde el interior.  Los gatos, entretanto, vagaban como sombras.
Una noche, mientras Serafín cumplía su vigilante tarea frente a la quieta figura, uno lanzó un maullido loco y saltó sobre la cómoda. Serafín lo apartó violentamente, y los felinos no reanudaron la tentativa, pero cualquiera que no fuese él, cualquiera que no estuviera ensimismado en la contemplación absorbente, hubiese advertido en la nerviosidad gatuna, en el llamear de sus pupilas, un contenido deseo, que mantenía trémulos, electrizados, a los acompañantes de su abandono. Serafín se sintió mal, muy mal, una tarde. Cuando regresó del trabajo, renunció por primera vez, desde que allí vivía, al goce secreto que el espejo le acordaba con invariable fidelidad, y se estiró en la cama. No había llevado comida, ni para los gatos ni para él. Con suaves maullidos, desconcertados por la traición a la costumbre, los gatos cercaron su lecho. El hambre los tornó audaces a medida que pasaban las horas, y valiéndose de dientes y uñas, tironearon de la colcha, pero su dueño inmóvil los dejó hacer. Llegó así la mañana y avanzó la tarde, sin que variara la posición del yacente, hasta que el reclamo voraz trastornó a los cautivos. Como si para ello se hubiesen concertado, irrumpieron en la salita, maullando desconsoladamente.
Allá arriba, la victoria del espejo desdeñaba la miseria del conjunto. Atraía como una lámpara en la penumbra. Con ágiles brincos, los gatos invadieron la cómoda. Su furia se sumó a la alegría de sentirse libres y se pusieron a arañar el espejo. Entonces la gran imagen del muchacho desconocido que Serafín había encolado encima de la luna –y que podía ser un affiche o la fotografía de un cuadro famoso, o de un muchacho cualquiera, bello, nunca se supo, porque los vecinos que entraron después en la sala sólo vieron unos arrancados papeles– cedió a la ira de las garras, desgajada, lacerada, mutilada, descubriendo, bajo el simulacro de reflejo urdido por Serafín, chispas de cristal.  Luego los gatos volvieron al dormitorio, donde el hombre horrible, el deforme, el Narciso desesperado, conservaba la mano izquierda abierta como una flor sobre la solapa, y empezaron a destrozarle la ropa .
De El brazalete y otros cuentos (1978)

 

Las sirenas, Azorín 

Azorin

Cuando volvieron de la iglesia celebraron con una merienda espléndida el bautizo. La casa estaba llena de invitados; entraron todos en el comedor. Sobre el blanco mantel resaltaba la límpida cristalería. Y acá y allá, la nota pintoresca de un pomposo, oloroso, pintoresco ramo de flores. Todos estaban alegres, animosos.

Venía al mundo un nuevo ser. Se celebraba su entrada en la vida. ¿Qué había en el mundo para este niño? Las conversaciones, las risas, las exclamaciones de cuando en cuando, como el ir y venir de un oleaje, tenían un momento, ligerísimo, de tregua. Parecía que en estos vagos y fugaces silencios algo se cernía sobre las cabezas de los invitados. La madre del niño estaba un poco seria, meditativa; ya se había levantado de la cama; a los tres días del parto ya se hallaba en pie; era mujer fuerte, robusta, que cruzaba las manos sobre el pecho —las manos gordezuelas, lustrosas, sonrosadas—,y así permanecía, con una dulce sonrisa, largos ratos. El padre iba y venía afanoso, un poco febril entre los invitados; llevaba en alto una botella; pasaba de una parte a otra una bandeja con dulces; decía a éste una broma; replicaba al otro con una chuscada.

Y el niño, en la sala vecina, lloraba con un llantito agudo, persistente. Le entraban en el comedor; le besuqueaban todos, y se lo volvían a llevar a la pieza vecina. Su carita menuda asomaba entre las blondas y encajes blancos.

—¡Que nos diga el poeta el horóscopo del niño!
—gritó uno de los convidados.

No hemos hablado todavía del poeta. El poeta era Eladio Parra. Cuando el niño nació, su padre, Antonio Riera, escribió al gran poeta:

«Querido Eladio: ¡Cuánto tiempo hace que no nos vemos! Pero yo sé de ti. Sé de ti por tus versos. Yo no soy nada; tú lo eres todo. Desde los días del colegio, hace veinte años, no nos hemos vuelto a ver. Ha nacido mi primer hijo. Yo tendría placer en que el más grande poeta de España apadrinara a este niño. No te niegues a mi deseo. Si vienes, desde la casa estarás viendo a todas horas el Mediterráneo, el mar tranquilo y siempre azul. Y esto será para ti una compensación de las molestias del viaje.»

Tal era la carta. Y el gran poeta vino al bautizo. Rodeado de la admiración y del cariño de todos, se hallaba sentado ante la mesa; su mano diestra reposaba, con coquetería, en el blanco mantel; esta mano, él la estaba mirando, había escrito los versos más finos, más delicados, más originales del Parnaso español contemporáneo.

Todos apoyaban la petición del invitado interpelante.

— ¡Sí, sí; que haga el poeta el horóscopo del niño!

El poeta sonrió afablemente. ¿Qué iba a decir él de un niño que entra en la liza del mundo? El poeta sonrió con bondad; todos le rodeaban; manos finas y blancas se apoyaban en sus hombros; ojos bellos femeninos le miraban con profunda admiración. ¿Qué iba a decir el poeta de un ser que penetra en el tráfago de la vida?

El poeta sonreía con amabilidad.

—Pues bien, señores —dijo al fin—; pues bien, sí, señores…

Y todos aplaudieron. Los aplausos resonaron en el comedor; el llanto del niño se percibía entre la algazara de las voces y de las risas.

Había que hacer las cosas discretamente. Puesto que la concurrencia quería que el poeta levantara el horóscopo de un niño, Eladio Parra, el gran poeta, saldría del paso con alguna bobería espiritual, delicada. Antes habían puesto ante Eladio al niño, y el poeta estuvo contemplando en silencio, solemnemente, como quien estudia las profundidades de un misterio, los ojitos del niño, su naricita, su boquita contraída por un mohín picaresco. Y cuando Eladio hubo contemplado un rato al niño, pidió ser llevado a un salón vecino, donde había recado de escribir. Todos esperaban en la puerta. El poeta se recogió un momento, en pausa cómica, y luego salió de la estancia llevando en la mano un sobre.

— ¡Aquí está —dijo— el horóscopo de este niño!

Y todos esperaron, ansiosos, a que el padre rasgara el sobre. Dentro estaban escritas estas pocas palabras:

«¡Cuidado con las sirenas!». Hubo un momento de indecisión. ¿Qué significaba esta misteriosa advertencia?

¡Cuidado con las sirenas! Sí, sí; era verdad; el poeta se refería a las mujeres, a las mujeres encantadoras y engañosas que podían hacer la desgracia del niño.

Cuidado con las sirenas significaba que este niño estaba expuesto, como tantos otros, en su vida de hombre, a ser el juguete, la víctima, la presa de mujercitas terribles, aventureras; una mujer, seguramente, iba a perderle. Las mujeres, de todos modos, jugarían un papel decisivo, importante, en la vida de este niño. Y no se tomaron las cosas por lo trágico. Al fin, desechados tristes pensamientos, se pensó, picarescamente, en la buena fortuna de este Don Juan novísimo, afortunado, que ahora venía al mundo.

Pasaron muchos años. El niño, Pablo Riera, se hizo hombre. El horóscopo estaba olvidado. Las sirenas, es decir, las mujeres, el eterno femenino, no jugaba papel en la vida de Pablo. La vida de Pablo se deslizaba tranquila, sosegada, uniforme. Se había casado ya el mozo. No había hombre menos mujeriego que Pablo. Su mujer le adoraba. Los dos llevaban con escrupulosidad y provecho la tiendecilla de que vivían. Pablo era un hombre callado, un poco encogido; tenía una sensibilidad reconcentrada. Experimentaba, con la menor contrariedad, una profunda, larga, resonante angustia en todo su organismo. Las horas para él traían todas, cada día, las mismas cosas. No se producía alteración en el vivir silencioso, llano, feliz, en suma, de este matrimonio.

Un día, revolviendo trastos viejos, la mujer de Pablo encontró un cofrecillo; estaba lleno de cartas antiguas, de fotografías amarillentas. Era de noche; había terminado la tarea diaria; bajo la luz ancha, circular, de la lámpara, en el silencioso comedor, en tanto que Pablo leía, su mujer iba escudriñando todos estos viejos recuerdos. Y de pronto apareció un papelito en un sobre, un papelito en que se leía, con letra enrevesada, pero grande: «¡Cuidado con las sirenas!».

—Mira, Pablo —dijo la mujer—; aquí está tu horóscopo, el horóscopo de que tú me has hablado algunas veces.
—Es verdad —dijo Pablo—; ésta es la letra del gran poeta amigo de mi padre.
—Pues las sirenas no te han sido funestas en la vida —añadió la mujer.
—Sí, cierto; hombre menos aventurero, menos mujeriego que yo, tú lo sabes, habrá habido pocos —contestó Pablo.
—Los poetas se equivocan —agrego el marido.
—¡Afortunadamente, en este caso! —exclamó la mujer.

Y sus ojos, bajo la lámpara, se clavaban en las palabras escritas por el gran poeta: «¡Cuidado con las sirenas!

El silencio, la paz, el sosiego eran profundos. A la mañana siguiente la mujer de Pablo no se levantó, estaba un poco enferma. Dos días después la enfermedad había adquirido caracteres de gravedad. Pablo, el marido, vivía en una continua zozobra. Los minutos transcurrían lentos, dolorosos. La enferma, desde la cama, acariciaba con una mirada larga, triste, profundamente triste, al pobre Pablo.

—¡Pablo, Pablo! —exclamaba-. ¡Qué solo te vas a quedar! ¿Qué harás tú sin mí en el mundo?

Y Pablo sentía que se le desgarraban las entrañas.

Llegó la hora suprema. La esposa de Pablo murió; murió a la madrugada, en una madrugada turbia, opaca. Caía una lluvia persistente, menuda. En los cristales del balcón apenas se marcaba vagamente la claridad de la aurora. Dentro, la llama de una lamparilla tembloteaba. Y en el momento de expirar su mujer, de allá lejos, del puerto, llegaba angustioso, como un lamento largo, plañidero, el son de la sirena de un vapor.

Pablo estaba solo. La tiendecilla no marchaba bien. Pablo no se ocupaba en nada. Y su vida estaba deshecha, rota. No parecía por la tienda. Daba largos y solitarios paseos por la ciudad; pasaba largas horas en el cementerio, ante la sepultura de su mujer. ¿Para qué quería él vivir? Una noche, en la ciudad, comenzaron a sonar todas las campanas. Se había declarado un incendio en alguna parte. La tiendecilla de Pablo estaba ardiendo; el incendio destruyó todas las existencias y enseres del comercio. De madrugada, Pablo, rendido, fatigado, presa de una terrible angustia, se dejaba caer en la cama. Era una madrugada fría, lluviosa; caía de un cielo turbio, sucio, una llovizna persistente, helada.

Y a lo lejos, entre sueños, vaga y dolorosamente, Pablo escuchaba el son largo, plañidero, de la sirena de un barco.

Pablo, el pobre, estaba anonadado; vivía en un cuartito de un quinto piso. Una anciana venía todas las mañanas a arreglar el menaje; él comía fuera; su traje era desastrado. Como un autómata, caminaba y caminaba horas y horas por el campo. Después, al anochecer, rendido, volvía a su cuartito y se dejaba caer, inerte, en la cama.

Una vez no pudo dormir en toda la noche. La claridad del día apareció en los vidrios del balcón. La aurora era borrosa, turbia, gris. Caía una lluvia menudita, fría; se oía a intervalos, en una pieza vecina, ruido de una gotera que sonaba persistente.

Comenzó a oírse de pronto, allá en el puerto, el grito agudo, como una súplica, como un lamento, como una suprema imprecación, de la sirena de un barco. Y cuando se apagó el estampido de una detonación, en el cuartito, todavía sonaba con angustia, trágicamente, la voz de la sirena.

Azorín (1873-1967)